A raíz de una pregunta que me hizo mi nieto ayer me hizo pensar: ¿Por qué el hombre abandonó la costumbre de silbar?
Aquellos que tienen más o menos mi edad y que sean memoriosos recordarán como se silbaba en nuestra época.
El silbido es música, que podemos ejecutar hasta aquellos que desconocemos totalmente el pentagrama y los signos que en él se escriben.
El silbido le ha servido al ser humano desde su existencia en este planeta.
El pastor silba para tranquilizar su majada, los arrieros silban para azuzar a su tropa, los leñadores silban para conocer sus posiciones.
En todo pueblo han existido aquellos personajes a los que se conocía por el silbido.
Aquí en Chascomús había un cobrador de rifas, de cuotas de clubes e Instituciones de beneficencia, de apellido Castro, conocido como “El Alegre Silbador”. La gente en sus hogares preparaba el pago cuando escuchaban el silbido acercarse, sin que éste tuviera que tocar el timbre de la casa.
Había silbidos, que nos tranquilizaban, el de la ronda nocturna de la guardia policial, que avisaba el “sin novedad” a sus compañeros.
Los jóvenes y adolescentes también lo hacíamos. Cuando regresábamos a nuestro hogar de los bailes de los sábados, esas callecitas de nuestro pueblo podían dar fe de “nuestra suerte” con el sexo opuesto, sería un silbido triste ante el fracaso... o alegre y victorioso ante un encuentro afortunado. Pero el silbido también tranquilizaba, y ante un tramo oscuro de alguna de esas calles, el “chiflar” nos hacía sentir acompañados, ya no estábamos solos.
En una de mis escuelitas rurales conocí a un “gallego”, Agustín, que colaboraba conmigo en la huerta escolar. Había estado en la guerra civil española y por el hecho de ser menor su tarea era de quintero para proveer alimento a las tropas. Mientras trabajaba agachado en los surcos, yo siempre escuchaba que de su boca salía una respiración pausada, rara. Teniendo miedo de alguna enfermedad pulmonar de este eficiente colaborador, a quien por otra parte apreciaba mucho, un día le pregunté: ¿Agustín, porqué respirás así? A lo que me contestó... “No, yo estoy silbando”. ¿Y porqué no lo haces fuerte, que se escuche? Volví a preguntar... “Porque silbo para mí”. Fue su respuesta.
La cuestión que hoy en día ya no se escucha silbar por las calles, la gente no tiene tiempo... ¿O le faltan ganas? Se los ve presurosos por las calles, apurados, muchas veces con auriculares, audífonos o el celular en los oídos.
El olvido de esa costumbre yo la había notado ya hace tiempo y hace unos años le pregunté a uno de mis hijos, (adolescente en esa época), porque él y sus amigos no silbaban. Su respuesta me dejó pensativo, me contestó: ¡Porque las canciones que nosotros escuchamos no tienen melodías!
Entre los ágiles juncos
silba el viento en la laguna,
y también el sirirí,
cuando vuela hacia la luna.
Silban las balas mortales
en el fragor del combate,
y silba el agua en la pava
si está lista para el mate.
Silba la locomotora,
atravesando los campos
y también silba el canario,
cuando nos brinda su canto.
Nos silba el pecho agitado
si un esfuerzo nos cansó...
Si todo sigue silbando
el Hombre... ¿Se lo olvidó?
Aquellos que tienen más o menos mi edad y que sean memoriosos recordarán como se silbaba en nuestra época.
El silbido es música, que podemos ejecutar hasta aquellos que desconocemos totalmente el pentagrama y los signos que en él se escriben.
El silbido le ha servido al ser humano desde su existencia en este planeta.
El pastor silba para tranquilizar su majada, los arrieros silban para azuzar a su tropa, los leñadores silban para conocer sus posiciones.
En todo pueblo han existido aquellos personajes a los que se conocía por el silbido.
Aquí en Chascomús había un cobrador de rifas, de cuotas de clubes e Instituciones de beneficencia, de apellido Castro, conocido como “El Alegre Silbador”. La gente en sus hogares preparaba el pago cuando escuchaban el silbido acercarse, sin que éste tuviera que tocar el timbre de la casa.
Había silbidos, que nos tranquilizaban, el de la ronda nocturna de la guardia policial, que avisaba el “sin novedad” a sus compañeros.
Los jóvenes y adolescentes también lo hacíamos. Cuando regresábamos a nuestro hogar de los bailes de los sábados, esas callecitas de nuestro pueblo podían dar fe de “nuestra suerte” con el sexo opuesto, sería un silbido triste ante el fracaso... o alegre y victorioso ante un encuentro afortunado. Pero el silbido también tranquilizaba, y ante un tramo oscuro de alguna de esas calles, el “chiflar” nos hacía sentir acompañados, ya no estábamos solos.
En una de mis escuelitas rurales conocí a un “gallego”, Agustín, que colaboraba conmigo en la huerta escolar. Había estado en la guerra civil española y por el hecho de ser menor su tarea era de quintero para proveer alimento a las tropas. Mientras trabajaba agachado en los surcos, yo siempre escuchaba que de su boca salía una respiración pausada, rara. Teniendo miedo de alguna enfermedad pulmonar de este eficiente colaborador, a quien por otra parte apreciaba mucho, un día le pregunté: ¿Agustín, porqué respirás así? A lo que me contestó... “No, yo estoy silbando”. ¿Y porqué no lo haces fuerte, que se escuche? Volví a preguntar... “Porque silbo para mí”. Fue su respuesta.
La cuestión que hoy en día ya no se escucha silbar por las calles, la gente no tiene tiempo... ¿O le faltan ganas? Se los ve presurosos por las calles, apurados, muchas veces con auriculares, audífonos o el celular en los oídos.
El olvido de esa costumbre yo la había notado ya hace tiempo y hace unos años le pregunté a uno de mis hijos, (adolescente en esa época), porque él y sus amigos no silbaban. Su respuesta me dejó pensativo, me contestó: ¡Porque las canciones que nosotros escuchamos no tienen melodías!
Entre los ágiles juncos
silba el viento en la laguna,
y también el sirirí,
cuando vuela hacia la luna.
Silban las balas mortales
en el fragor del combate,
y silba el agua en la pava
si está lista para el mate.
Silba la locomotora,
atravesando los campos
y también silba el canario,
cuando nos brinda su canto.
Nos silba el pecho agitado
si un esfuerzo nos cansó...
Si todo sigue silbando
el Hombre... ¿Se lo olvidó?
Autor: Carlos Ernesto Pieske
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