8/8/14

“Agregados”, linyeras, atorrantes y crotos



vagabundo con mono a cuestas

 
Hoy voy a referirme a aquellos personajes trashumantes que se los sabía ver, errantes, por los caminos de la pampa, algunos a caballo, otros a pie y que dieron lugar a un sinnúmero de historias, de las simpáticas y de las otras y también, por las distintas extracciones, un variado número de confusiones, pues no todos buscaban los mismo, pues si bien se han mezclado sus nombres y hoy se utilizan como sinónimos, en sus orígenes, no lo son.

Cabe agregar también que se los sabía ver, fundamentalmente a aquellos que se desplazaban caminando, con un palito al hombro y en el que colgaban simplemente una bolsa con sus pocas pertenencias, al que se le llamaba “mono”, transitando por los polvorientos caminos o las vías del tren, que los llevaban a todas y a ninguna parte.
Estos personajes, dieron lugar a crear aquel famoso mito con que nuestros padres nos asustaban para que durmamos la siesta o para que no nos alejáramos mucho de nuestros hogares: “El hombre de la bolsa”.
 
Quienes lo hacían montados, generalmente llevaban sus pocas vituallas, colgadas en las maletas en el anca de sus flacos y ajetreados caballos.
Hacia principios del siglo XX la provincia de Buenos Aires se encontraba ya casi totalmente alambrada. Los viejos gauchos que se resistían al sedentarismo y añoraban los tiempos en que podían galopar libres por la pampa, recorrían las estancias quedándose tan solo unos pocos días en ellas gozando de la proverbial hospitalidad gaucha.
Yo los llegué a conocer, a principio de los años 50 en las estancias en que mi padre se desempeñaba como mayordomo, la verdad es que según su idiosincrasia, a mis hermanos a mí había algunos que nos gustaban y divertían, otros en cambio no producían un miedo atroz.
Renuentes al trabajo, muy pocas tareas se les podían encomendar y se los veía todo el día al lado del fogón, mateando, comiendo lo que le ofrecían, algunos, totalmente histriónicos, contando aventuras llenas de hazañas exageradas, que generalmente nadie creía, pero que servían como motivo de diversión para la peonada en esas mateadas que se realizaban previo a la cena y luego de un día de trabajo, otros, menos comunicativos, se sentaban taciturnos junto al fuego y con su mirada puesta en las llamas, sus pensamientos volaban quien sabe adónde.
Llegaban sin anunciarse y de la misma manera desaparecían.
Se los conocía con el mote de “agregados”.
Previo permiso del dueño o mayordomo a cargo, desensillaban y dormían en un rincón de cualquiera de los galpones existentes en las estancias.
Muchos de estos personajes eran viejos soldados que después de muchos años enrolados en el ejército habían perdido sus hogares y dados de baja por viejos y por el mismo motivo no “conchabados” en nuevos trabajos no les quedaba otra que ese continuo vagabundeo, sin hogar y sin familia. Para ellos 
escribí alguna vez...

“Y esos gauchos veteranos,
de aquellas guerras civiles,
extrañan hoy los fusiles
y los trabucos de mano.
Se niegan a ser paisanos
y cuentan en los fogones
de retumbar de cañones
y cruentas cargas de lanza,
mientras se llenan la panza
a cuenta de los patrones.”

 
Guillermo Hudson en su célebre “Allá Lejos y Hace Tiempo”, libro que mucho usé en mis años de maestro y del cual recomiendo su lectura por el colorido de sus descripciones, tanto de paisajes como de personajes, plantas y animales, tiene una referencia a uno de estos personajes y dice así: “los gauchos decían que un hombre sin caballo era persona sin piernas; pero para mí constituyó novedad ver cierta mañana un hombre corpulento, montado en un caballo de gran alzada, que se acercaba a nuestra tranquera, acompañado de un chiquilín de nueve a diez años. Este a su vez montaba un petiso. Quedé asombrado de la singular apariencia del hombre: tieso y derecho sobre el recado y con la mirada fija delante de él.
 
Tenía el pelo y la barba largos y grises. Su sombrero de paja y de alta copa afectaba la forma de un florero invertido, con alas muy angostas; sombrero que hacía tiempo encontrábase fuera de moda entre la gente del país, pero que aún lo usaban algunos. Sobre sus vestidos llevaba un poncho rojo.
 
Completaban su indumento, las pesadas espuelas de hierro, encajadas en los talones de las “botas de potro”, especie de largas medias hechas de cuero de potrillo sin curtir. Ya ante la casa, gritó en alta voz: ¡Ave María Purísima!”... Luego hizo un relato autobiográfico, diciéndonos que era ciego y estaba obligado a vivir de la caridad de los vecinos, quienes, según las propias expresiones del postulante, proveyéndolo de cuanto necesitaba, se hacían bien a sí mismos, pues los que demuestran mayor compasión hacia sus afligidos semejantes, son mirados con especial favor, desde arriba, por el Todopoderoso.

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Cuando hubo recibido todos esos comestibles y los colocó bien en las alforjas, dio las gracias y se despidió...”
La palabra “linyera” probablemente tenga un vinculo el término que los gallegos utilizan para denominar la ropa interior “lingerie”, o con el dialecto piamontés lingér que significa hombre pobre. Linyera es el vagabundo que sólo lleva como propiedad, la ropa intima guardada en una bolsa que este carga a través de un palo, como ya lo expliqué anteriormente.
 
El otro término, “atorrante”, muy utilizado y acuñado aquí en nuestro país, denominó al vagabundo o linyera que dormía en unos caños de provisión de agua de grandes dimensiones, que pertenecían a una firma que se denominaba A. Torrant. De allí proviene también la palabra del lunfardo “Torrar”, que significa dormir, descansar.
 
Croto, tiene otro origen, era el vagabundo, generalmente “trabajador golondrina” que debido a la situación económica que pasaba nuestro país se trasladaba de una cosecha otra ofreciendo sus servicios temporarios mientras ésta duraba. Podía viajar gratis en los trenes de la provincia de Buenos Aires por una ordenanza dictada en 1920 por el gobernador radical José Camilo Crotto, y de allí viene el mote, pues los guardas de trenes al ver alguno de estos individuos subido a un vagón de carga le decían: “Vos viajas por Crotto”.


 Autor: Carlos Ernesto Pieske



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