29/10/13

Así se hace un poncho 


Tiene su origen en Perú, pero en Argentina se arraigó con fuerza. Lo difundieron los indígenas, lo usaron los ejércitos de San Martín, el gaucho en la intemperie y el expedicionario en la travesía. El Federal viajó a Belén, Catamarca, para conocer la cuna del poncho, sus artesanos, las técnicas, los modos de lograr colores y formas.





La urdimbre suma hilos que se aprietan y entrelazan, se cruzan por un instante y se acomodan luego, perezosos, uno al lado del otro. Confluyen, como brazos de un río colorido, en una pieza única e irrepetible que cobijará al paisano en la noche fría o adornará museos y será compañero fiel de las cabalgatas gauchas por cualquier terreno que se abra a los ojos del caminante.


Cayendo a los lados del cuerpo, usado de frazada en la intemperie, vuelto bandera de victoria, símbolo de status social, ofrenda promesera y elemento preciado de coleccionistas, la manta multipropósito es el abrigo típico de sudamérica y es compartido por las culturas indígenas que lo originaron, por el conquistador que lo enriqueció y por el gaucho que lo usa como pieza primordial de su vestimenta.


Para el director del Museo Nacional de Arte Decorativo, Alejandro Bellucci, “el poncho es sobretodo, impermeable, bufanda y capote. También sirve como colchón al sereno y oficia de manta y de frazada, además de ofrenda al promesante”. En cualquiera de sus formas, el poncho representa un pedazo grande de la historia del continente americano y es el símbolo fundamental del quehacer nacional.

La historia tejida


Sería injusto nombrar estilos y colores de poncho sin dejar alguno por fuera de esa clasificación. Hay tantos ponchos como artesanos tejedores y cada uno será espejo fiel de su paisaje. Le dibujarán figuras, colores y marcarán un estilo propio, distintivo del terruño en que nació. Así fue siempre desde su nacimiento un milenio antes de Cristo en la ciudad peruana de Paracas, adonde se lo usaba como manta enterratoria de los funerales.

“El poncho aparece 1000 años antes de Cristo. Tenía una contextura muy fina y era utilizado como ofrenda en los enterratorios. Una tesis marca que había ponchos en el año 1000 AC en Paracas”, sostiene la investigadora Ruth Corcuera, especialista en tejidos históricos, doctora en historia.

Miles de años pasaron hasta que los simples enlazados de hilo fueron un tejido compuesto por urdimbre y trama. El Perú fue su cuna. Desde allí, se desparramó la costumbre de su uso a toda la región andina, en donde se confeccionaban una especie de camisetas que los Incas llamaban “unku” y que era usada como vestidura funeraria.

Más acá en el tiempo, flameó el poncho victorioso del General Manuel Dorrego en la Batalla de Salta, lo mismo que Justo José de Urquiza tras el triunfo en Caseros, cuando desandó sus pasos enfundado en un poncho blanco como símbolo de paz. También fue ese abrigo un preciado elemento de obsequio: como tantos otros, el cacique ranquel Mariano Rosas le regaló uno al General Lucio V. Mansilla, aquel de La Vuelta Obligado.

Pero en sus orígenes fue una prenda para soportar el clima y las noches de travesía y estaba lejos de su rol actual de pieza de arte y de bien de cambio, como lo fue en algún momento. “El poncho está muy unido a los viajeros porque es excelente para una travesía. Después se convierte en una pieza de arte, pero su uso es claro: el poncho sirve para cubrirse del frío y el viento en medio del campo. Para eso lo usaban los arrieros que cruzaban la Cordillera de los Andes. Está muy unido al clima.”, dice Ruth Corcuera.
 

La cuna del poncho


“Los belenistas son los grandes tejedores, los grandes hilanderos de lana de vicuñas, en eso son fenomenales. Tejen con vicuña, que es un signo de realeza”, dice Ruth Concuera. Y tiene razón. Marcos Herrera es un ejemplo del tejido de ponchos. Lo hace sin saber en qué hombro se apoyará, qué pecho paisano abrigará.

Las varas posadas en el patio de tierra de su casa, sostienen la urdimbre. Con ambas manos, Marcos toma el “lizo”, una vara usada para apretar la trama, esto es, los hilos que van formando el poncho. Hay un silencio hondo en su casa ubicada al pie del cordón serrano de Belén. Lo quiebra Eleodora, la mamá de Marcos, de voz dulce y tibia, con los dedos finos torcidos por los años de hacer pasar hilos: “Yo aprendí de mi bisabuela, tejo desde los 10 años. Empecé ovillando hilos de colores porque eran entretenido y enseguida me enseñaron a tejer”, recuerda.

Tiene 40 años su hijo Marcos y teje desde hace más de 15. Como tantos otros, empezó a tejer ponchos por obra y gracia de su madre y sus obras ya fueron premiados en ferias nacionales. “Mis seis hijos saben tejer ponchos”, dice ella sin agrandarse, sólo para mostrar la transferencia genética que tiene el hilado de ponchos en Belén, la tierra madre de esas prendas, considerada la cuna del poncho argentino.

En su caserísimo taller, ellos preparan la lana desde el vellón, o sea la lana tal como se la esquila al animal, hasta el poncho terminado. En el medio, la lavan, la hilan con el huso y tiñen las madejas con tintes naturales, como cáscara de cebolla, hojas de durazno (da un color amarillo fuerte), repollo morado, yerba mate y cáscaras de nuez, previo proceso de mordentado en agua fría con alumbre y sal para que los colores se fijen.

Para un poncho de dos metros por 1,50 se necesita un kilo de medio de lana. Y en este caso, la belleza tiene que ver con la paciencia. “Preparar un kilo y medio de hilo puede llevar entre 15 y 20 días”, dice Marcos. “El urdido es la parte más lenta y trabajosa, el tejido es lo más rápido”, aporta Eleodora, premiada por sus trabajos en la Fiesta del Poncho.

“Durante la confección de la urdimbre se va y se vuelve con una hebra”, explica Marcos. La urdimbre es una base en donde el tejido cobra forma. “Entre las dos estacas, se ponen dos maderos para ir y volver con un ovillo puesto dentro de una latita. El alisado consiste en levantar hebra por hebra del campo del poncho y eso permite cruzar los lizos para ajustar el tejido e ir formándolo”, explica el artesano.

Las formas aparecen a medida que las líneas del tejido avanzan en el urdido. Los dibujos de los Herrera salen de figuras rupestres que rescatan de libros de historia. No parece que ese incipiente entramado de hilos extendidos vaya a tomar la forma que alumbrará unos meses después. Pero eso pasará.

De la misma tierra que los Herrera es Don Chacana, un hombre de 80 años, de hablar lento y con ademanes que dejan ver sus manos castigadas por el hilado manual de lana. Su madre sufrió en carne propia el castigo físico que la dejó casi sin caminar, de tanto estar parada en el telar. “Yo ovillaba para jugar cuando tenía ocho años. No tenía padre y fue mi madre la que además de respetar a la gente nos enseñó a hilar y a tejer ponchos”, rememora.

Más allá de Belén, en la vecina Londres, está Selva Díaz, la más difundida de las artesanas de ponchos de Catamarca. Tiene en el fondo de su patio -de tierra- un taller con varios telares, acompañada por sus hijos, donde hace todo el proceso: desde el hilado del vellón, el teñido y, claro, la confección misma del poncho.

¿Cómo llegó el poncho a la Argentina?


“En el año 1100 después de Cristo llega a la zona de San Juan, desde Perú y Bolivia”, revela. Y va hacia la significación cultural del poncho: “Tiene un fuerte costado artístico. Pero uno es el poncho de seda, de vicuña, de lino o de algodón y otro distinto es el poncho andino, tipo puyos, rústicos, que yo siempre digo son los papás de los demás ponchos. Porque ese es el original: nace rústico para cubrirse en las travesías. Los de seda o de vicuña son de uso paquete y tienen un valor artístico, pero un poncho de vicuña no cubre del frío”, diferencia.

El ejército sanmartiniano los usó para sus soldados y es más que conocida la significación que tiene para los salteños su poncho rojo, emblema heredado de Martín Miguel de Güemes y sus ejército de Infernales.

 

De la huella aborigen a la ciudad


Lo cierto es que el poncho existía en estas tierras gracias a sus habitantes originarios, los indígenas. Con la conquista española de América, el poncho, lejos de debilitarse, robusteció sus formas, amplió sus técnicas, sus diseños y sus colores. “Los españoles adoptan el poncho porque un saco no los cubría, el poncho sí. El poncho es un abrigo muy práctico, que permite libertad para la geografía americana; posibilita mover las riendas del caballo, a diferencia de la inmovilidad de una casaca española. Hay una funcionalidad especial para los espacios rústicos y grandes como los paisajes de América”, dice Corcuera.

En los siglos XVI y XVII los indígenas del Virreinato del Perú le dieron una gran difusión y un siglo después ya los usaba la sociedad criolla del Río de la Plata. Fue con Juan Manuel de Rosas que el poncho comienzó a jugar en la vida de las ciudades, cuando el rojo abrigo de El Restaurador se oponía al emblema celeste de los Unitarios.

Además de sus usos actuales y pasados, el poncho fue también, a principios del siglo XX, uniforme de la policía de campaña y del ejército argentino. En 1810 se registra una curiosidad: el Gobierno de entonces compró 24.420 ponchos a talleres textiles de Inglaterra.

Los ponchos de campo van desde el color gris al marrón y blanco, mientras el negro era el de los nobles y el rojo era sinónimo de sangre, de muestra de potencial ante el enemigo. Para los investigadores, esa variación cromática deriva del pensamiento religioso mapuche. El estilo de las columnas del poncho podía significar posesión de hacienda, varias mujeres, alianzas políticas y procedencia geográfica, de acuerdo a la tradición araucana, fuerte influenciadora del Poncho Pampa.


Poncho: estilos y telares


Para el gaucho es una prenda de suprema importancia. Sabido es que, como ninguna otra vestimenta, el poncho habla de la persona que lo porta. En sus dibujos y también en sus colores y materiales utilizados está una parte de quien lo ha elegido. Ese conjunto marca también un estilo distintivo que caracteriza cada zona en que los artesanos le dan vida a la colorida manta. El desplazamiento de la costumbre del tejido desde los obrajes hasta las casas particulares, creó una cultura familiar del poncho que a su vez está relacionada con el lugar.

Los estilos cambian conforme la geografía y las técnicas también viajan a ese ritmo. En el Chaco, por ejemplo, la lana con que se hace le poncho se hila con un huso que se apoya en el piso y en Catamarca, La Rioja y Tucumán el huso va suspendido en el aire.

El telar más simple es el vertical, usado en los pueblos andinos, chaqueños y de la llanura. En la Puna aún hoy se utiliza el telar horizontal, elevado unos centímetros del piso, tiene cuatro parantes y una vara de lizo sobre dos postes en donde se apoya el tejido. Uno que sobrevivió a la colonización es el telar de cintura. El artesano se ata una faja de cuero y tensa la urdimbre inclinándose hacia atrás. El telar a pedales, el más difundido, permite separar las capas de la urdimbre para formar el espacio por donde va a pasar la trama del tejido. 


Formas, materiales y colores


La lana de oveja y la de llama son las de uso más común entre los artesanos. La de llama está relacionado con el uso que los pobladores originarios hacían de su carne, de sus servicios (lo usaban para transporte) y, claro, de su lana.

El pelo de vicuña representa el material más distintivo de los más preciados ponchos. Para los Incas, este camélido representaba el Sol, de gran importancia para su cultura. Prestigioso, se usa su pelo extrafino para la confección de delicadas prendas de altísimo valor comercial. Los Incas creían que la esquila del pelo de vicuña significaba una virtual muerte del camélido debido a la supuesta intolerancia ante el frío y con ese argumento mataban a las vicuñas. Hoy se hacen travesías a la Puna catamarqueña para hacer la Chaku, captura de vicuñas salvajes con el fin de esquilarlas.

Los diseños aymaras y quechuas le daban a los ponchos líneas, formas y, sobre todo, colores muy particulares que venían a imitar la paleta cromática del arcoiris. Los colores nacidos por los tintes naturales ampliaron la pobre gama que ofrecían las lanas ya hiladas y teñidas con productos industriales y le dieron un anclaje a la tierra que nutre a esos teñidos.
 

Extendido sobre el cuerpo o replegado en los hombros, adornará museos, será calor en el frío, amigo ante el viento cruel y fiel compañero en el paisaje desolador. Será el símbolo del teruño, ese que la manta colorida abriga, desde sus cuatro puntos cardinales, hasta el alma misma del país.




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